SAN DIEGO — “Es nuestro deseo confiarle este ministerio, que no es de poca importancia”, así encomendó el Papa Francisco al cardenal Robert W. McElroy, para dirigir la Arquidiócesis de Washington.
Cuando escuché esto por primera vez, me sentí alentada. El Espíritu Santo enviaba a la capital de nuestra nación un líder excepcionalmente preparado para realizar el arduo trabajo que nuestro mundo necesita. “Si el mundo está en llamas”, pensé, “¡envíen un jefe de bomberos valiente y con mucha experiencia!”
Sin embargo, el jefe necesita al resto de los bomberos para combatir las llamas de la actual administración. Como dijo el cardenal McElroy, necesitamos sentirnos llamados a “la presencia expansiva de la Resurrección en su plenitud”. Esta Pascua puede ser la más significativa de nuestras vidas, ya que estamos llamados a ser valientes y a convertirnos en testigos vivos de Cristo resucitado.
Para acompañar al nuevo Arzobispo, nosotros también debemos prepararnos para el trabajo que nos espera. Y para ello, he recurrido a uno de los líderes espirituales más importantes de nuestros tiempos: el padre Gustavo Gutiérrez, un teólogo católico.
Ser cristiano, nos enseñó, “se trata de dejarnos juzgar por la Palabra del Señor, de pensar nuestra fe, de hacer mas pleno nuestro amor, y de dar razón de nuestra esperanza desde el interior de un compromiso que se quiere hacer más radical, total y eficaz”. El maestro espiritual nos está dando las herramientas para combatir el fuego.
Primero, todo debe ser juzgado por la Palabra de Dios. Esto significa conocer las Sagradas Escrituras y reconocer la imagen coherente que nos presentan. ¿Acaso los poderosos dicen que está bien explotar el planeta llenándolo de toxinas para hacerse cada vez más ricos? Las Escrituras los juzgan. Nos recuerdan que nuestro mundo es la Creación amada de Dios, todas las criaturas son nuestros hermanos y todas las cosas, incluidos los mares y las montañas, alaban a Dios. Debemos ser protectores de la Creación de Dios; ninguna otra acción se puede llamar cristiana.
Segundo, tenemos que reflexionar sobre nuestra fe. Esta frase, «pensar la fe», significa que la fe es complicada y requiere del uso de nuestra razón. ¿Acaso los poderosos nos dicen que debemos enfrentarnos unos a otros, estar dispuestos a pisotear a los débiles y negarnos a ayudar a los vulnerables para así tener más bienes para nosotros mismos? Reflexionar detenidamente sobre el mayor mandamiento de nuestra fe: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, es percibir el desafío que eso implica. En la enseñanza bíblica, en las buenas obras de nuestros antepasados en la fe y en las múltiples maneras en que la Iglesia ha estado presente para los más vulnerables durante siglos, podemos ver una línea innegable: la dignidad humana es inviolable y nos pertenecemos los unos a los otros. Una fe bien razonada no permitirá falsedades; debemos ser defensores de la verdad.
En tercer lugar, estamos llamados a hacer que el amor sea más abundante. Al prepararnos para combatir el fuego, debemos llenar nuestros baldes con el agua del amor. ¿No es que los poderosos nos prometen que ser egoístas, codiciosos y egocéntricos nos hará felices? Debemos responder con lo contrario: con compasión y generosidad. Una fe que cree que Dios es amor está llamada a hacer presente ese amor en todas partes y en todo momento; nunca podemos hacernos a un lado frente al sufrimiento.
Finalmente, estamos llamados a dar testimonio de la razón de nuestra esperanza y a hacerlo de maneras visibles y prácticas. Nuestro Año Santo de 2025 está dedicado a la esperanza, y esta no se trata de simplemente añorar a «algún día» lejano, sino de ser partícipes de una realidad que se está desarrollando y que hacemos presente ahora como sujetos.
El Papa Francisco nos dice que «tener esperanza es saborear la maravilla de ser amados, buscados, deseados por un Dios que no está encerrado en los cielos impenetrables, sino que se hizo carne y sangre, historia y días para compartir nuestra suerte». ¿Acaso los poderosos no nos dicen que somos insignificantes y que deberíamos rendirnos? Una fe que cree que Dios camina con su pueblo nunca puede aceptar el mal con silenciosa resignación.
Cada uno de nosotros lleva en la mano un recipiente rebosante del agua de la Resurrección. Ahora comprometámonos a derramarlo, apoyando al nuevo Arzobispo de Washington, combatiendo este fuego para la mayor gloria de Dios.
Cecilia González-Andrieu, Ph.D, es teóloga y profesora en la Universidad Loyola Marymount.