SAN DIEGO — En estos días escuchamos acerca de una crisis constitucional a medida que el sistema de gobierno de los Estados Unidos se desmorona.
Está desapareciendo el deseo de hacer el trabajo necesario para nutrir un sentido de “nosotros” en “el pueblo”. Se está derrumbando la esperanza de e pluribus unum (de muchos, uno). Y se está borrando la creencia de que todos los seres humanos “son creados iguales” y “dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables”.
Sí, la Constitución está en peligro, pero algo aún mayor está en riesgo: nuestra propia humanidad, y con ella, la posibilidad del sueño amoroso de Dios para nosotros en Cristo esperando nuestra respuesta.
Ser cristiano es estar injertado en una comunidad muy antigua, mientras vivimos en una realidad en constante evolución. En estos días parece que cada hora llega una decisión de Washington que aleja a los Estados Unidos más de las prioridades de una fe cristiana genuina. Es un tiempo que, como insiste el Papa Francisco, exige “caridad y claridad”.
Nuestras Sagradas Escrituras no tienen mucho que decir sobre las emisiones de CO2, la Inteligencia Artificial, los drones que lanzan bombas, el poder desenfrenado de las corporaciones multinacionales, el nacionalismo xenófobo, el racismo y la desinformación. Si bien nuestras Escrituras no hablan directamente de estas crisis modernas, iluminan cuestiones más profundas de solidaridad, dignidad y mutualidad que deben guiar nuestras acciones.
¿Estamos perdidos? El cristianismo ha estado en peligro de perder su rumbo antes. El 16 de abril de 1963, Martin Luther King, Jr. advirtió sobre el peligro que el racismo y la segregación representaban para el Evangelio cristiano y llamó la atención sobre ello con claridad profética. Cuatro días después de ser arrestado por liderar una marcha pacífica el Viernes Santo, King escribió su “Carta desde la cárcel de Birmingham,” la cual sigue siendo uno de los mayores ejemplos de la teología cristiana que responde a una crisis política.
Presentarse y hablar. En la carta, King defiende la prioridad Cristiana de estar presente donde nos necesitan. Criticado por los clérigos blancos por ir a Birmingham, utiliza a los profetas y al apóstol Pablo para ejemplificar la necesidad de responder y “llevar el Evangelio de la libertad” a todos los lugares.
Seis décadas después, el papa Francisco se hace eco de King, respondiendo al trato deshumanizador de los migrantes en los Estados Unidos en su carta del 10 de febrero de 2025. Hablando del “amor que construye una fraternidad abierta a todos sin excepción”, argumenta elocuentemente que la posición aislacionista adoptada por los líderes estadounidenses que da prioridad a la identidad individual o nacional “introduce un criterio ideológico que distorsiona la vida social e impone la voluntad del más fuerte como criterio de la verdad”.
Sentir nuestra interconexión radical. En uno de los pasajes más citados de la carta, King clama que “la injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes”, y agrega que vivimos “en una red ineludible de mutualidad, atados en una única prenda de destino. Lo que afecta a uno directamente, afecta a todos indirectamente”. Esta conciencia de la misteriosa unidad de todo lo que existe es lo opuesto de los eslóganes actuales sobre ser “los primeros” y promocionar nuestra autoproclamada “grandeza”. Como nos recuerda Gandhi, “la grandeza de una nación se mide por cómo trata a sus miembros más débiles”.
Si persistimos en hacernos de la vista gorda ante el sufrimiento de los más pobres del mundo y cedemos al individualismo y la codicia, nos estamos alejando de Dios y del bien. Creo que habrá consecuencias. No solo en más sufrimiento causado por disturbios, guerras, enfermedades, degradación ambiental y hambre, sino en esa cualidad dentro de nosotros como seres humanos que lleva la imagen de Dios. La imagen de Dios en nosotros no puede resistir este ataque frontal contra ella.
A menos que clamemos en voz alta y resueltamente las necesidades de los desposeídos del mundo y actuemos para disminuir su sufrimiento, estamos desfigurando nuestra Imago Dei y haciéndonos desconocidos para nuestro Creador. Como nos recordó Jesús: “Lo que no hicieron por uno de estos más pequeños, tampoco lo hicieron por mí” (Mateo 25:45).
La historia humana está llena de sociedades que en su día fueron prósperas y que explotaron como resultado de su arrogancia y egoísmo. Hoy, como nos mostró la pandemia, estamos inevitablemente unidos como mundo. Nuestra tradición afirma que Dios amó tanto al mundo que envió a su hijo para que estuviera con nosotros (Juan 3:16). El pecado máximo sería demostrar que Dios está equivocado, mostrar qué, al fin y al cabo, no valíamos la pena amar.
Cecilia González-Andrieu, Ph.D., es teóloga y profesora en la Universidad Loyola Marymount.