La Tierna Transformación del Caminar con Dios

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SAN DIEGO — ¿Por qué hay conversaciones que ya no me interesan?

¿Por qué no intento convencer a los que no piensan como yo? ¿Por qué le doy cada día menos importancia a lo que otros puedan decir o pensar sobre mí? Algo está cambiando desde dentro.

Reconozco que es la combinación de los años (77), la autorreflexión y una sensibilidad mayor para distinguir lo esencial de lo accidental. 

Quizás sea entender que no todo se reduce al poder o la voluntad; tal vez sea la aceptación de mis luces y sombras, mis fortalezas y debilidades… o la rendición confiada ante un amor que me trasciende y que ni siquiera puedo explicar.

Esta experiencia me hace más observador y menos juez, más explorador y menos catedrático. Mientras más me conozco y acepto, más reconozco los afectos, dolores y penas de quienes me rodean. Es como si mis lágrimas clarificaran la mirada, y pudiera volver a mirar —re-spectare— hasta reconocer en el otro a alguien tan humano como yo. Esa es la raíz del respeto.

Es como una mudanza de piel, una transformación interior que genera incertidumbre: dejar atrás lo conocido, lo que hasta ahora ha funcionado, para abrirse a lo que todavía no es. No es un territorio cómodo, sobre todo si hemos crecido acumulando cosas, creencias y costumbres para sentirnos seguros. Es como caminar con Dios en la intemperie: sin muros ni certezas, pero con la confianza de estar sostenido.

Ya el ruido y las distracciones no me atraen tanto. Siento una llamada al silencio, a los espacios interiores, al desierto. Y como a Jesús, en ese desierto también me visitan los “demonios”: fuerzas oscuras, sombras —como diría el psicólogo Carl Jung— que confrontan mi interior. En el silencio aparecen memorias tristes, heridas y pasiones reprimidas que piden atención y sanación. Por eso agradezco la presencia de guías sabios y compasivos —terapeutas, consejeros, acompañantes espirituales— que conocen sus propios laberintos y caminan a mi lado sin imponer caminos.

He descubierto que el silencio puede ser fuente de sanación, cuando nace de la aceptación radical de lo que soy, con mi historia, mis luces y mis caídas, incluso con los momentos en que he apartado mis manos del arado (Lc 9,62), pero también los encuentros con el enfermo, el preso y el necesitado donde he reconocido el rostro de Aquel que dijo: “Cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron”. (Mt 25,40).

Mirar y dejarse mirar por quien desde la Creación nos amó, es una experiencia que sana y transforma: el amor recibido se convierte en amor que se da. Así comienza a brillar una chispa de fraternidad, un anticipo del Reino que ya habita entre nosotros.

La experiencia del despertar no es un ascenso lineal, sino un caminar en espiral: avances, retrocesos, cercanías y lejanías del centro. En este proceso de transformación vamos soltando lo superficial y nos atrae lo que da sentido. Dejamos las máscaras con las que intentamos ser aceptados y nos presentamos tal como somos… y entonces algunos se alejan, diciendo que ya no nos reconocen.

Despertar es aprender a desnudarse ante la vida sin miedo. Caminar en la intemperie

es confiar en que hay un Dios que no se ofende por nuestras dudas, sino que se conmueve por nuestra búsqueda. 

En el silencio, aprendemos a mirar —y a dejarnos mirar— con ternura. Y comprendemos que no se trata de convencer ni de ganar, sino de reconocer; no de acumular certezas, sino de vivir despiertos, sabiendo que el Reino no está lejos, sino latiendo ya, humilde y luminoso, dentro de nosotros.

Ricardo Márquez puede ser contactado en marquez_muskus@yahoo.com.

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